Salta a caballo
by Majo
Salta es uno de los destinos más atractivos de la Argentina. Se destaca por la gran extensión de territorio y por su variedad de paisajes y ecosistemas. Se puede pasar del desierto a la selva en un abrir y cerrar de ojos. Es conocida también por sus famosos vinos, elaborados a gran altura; y su sabrosa comida, como los tamales, las humitas y las deliciosas empanadas fritas.
No se puede dejar de mencionar, por sobre todo, a su gente, tan alegre y amable, siempre atentos a sus huéspedes. Su música es igual de encantadora, su folklore atrapa a cualquiera con sus letras y bailes hipnotizantes. Salta es una provincia con una tradición y cultura imponente, ambas estrechamente vinculadas al campo y al caballo.
Recorrerla haciendo la Cabalgata de 5 Días en Salta es la mejor forma de hacerlo, ya que cabalgando se llega a conocer lugares que de otra forma sería imposible llegar. Además, es así como uno tiene la oportunidad de conocer de manera profunda su gente y sus costumbres. Sobre el lomo de un caballo uno puede ver la vida desde otro ángulo, ellos nos permiten una perspectiva mágica.
Valles Calchaquíes y Valle de Lerma; desierto y selva; rojo y verde. Son dos paisajes opuestos separados por unos cerros majestuosos. Ambos forman parte de esta gran cabalgata.
Desde Equus Argentina seleccionamos algunos de los destinos más recomendables de Salta para conocerlos a caballo.
Acá, un breve relato sobre nuestra aventura ecuestre por el norte:
Yalasguala, Amblayo y Churqui
Rodrigo es el creador y guía de Cabalgata de 5 Días en Salta Es oriundo de la zona de Amblayo y descendiente de los indios Calchaquíes. Junto a su familia se encarga de entretener y cuidar de los jinetes visitantes, haciéndolos sentir a gusto con todo.
A las 9 de la mañana del primer día, Rodrigo ya estaba tocando la puerta de nuestro hotel en Salta capital. Luego de presentarnos, cargamos todo en su camioneta y partimos rumbo a Amblayo, pueblo cercano a Cachi.
Durante el viaje fuimos pasando por distintos poblados, como La Merced y Cerrillos. En este último frenamos a comprar pan (según Rodri, el mejor de la zona). Seguimos viaje y la ruta empezó a mostrarnos unos paisajes muy verdes, que de a poco se empezaron a mezclar con montañas de tierra roja. Subimos la Cuesta del Obispo y al pasar por la entrada del Parque Nacional Los Cardones frenamos en un pequeño restaurante. Allí nos recibió Mili con unas riquísimas empanadas salteñas. Mili es uno de esos personajes simpatiquísimos que tiene Salta. Me sugirió comer pochoclo de quinoa, según ella para vivir muchos años. Obediente, me llevé un paquetito.
Finalmente, luego de aproximadamente tres horas de viaje, llegamos a nuestra primera parada:
Yalasguala
Este es el nombre de un pequeño rancho que pertenece a la familia de Rodrigo, y es el punto de partida de la gran aventura. Está situado entre el pueblo de Isonza y Amblayo. Aquí nos esperaban los caballos, casi listos y atados bajo la sombra de un árbol.
Toda esta zona tiene una mística inexplicable. El paisaje está repleto de añejos Cardones, algunos de los cuales habitan la tierra desde hace 500 años. Por las noches, sus siluetas dan la impresión de ser personas inmóviles, observando lo que acontece.
El puesto es una casita muy pintoresca hecha de adobe. Tiene todo lo necesario para pasar la noche ahí. Su color a barro seco, como la tierra, hace que se camufle perfectamente con el paisaje. El corral de caballos está a unos pocos metros, en una loma.
Con los caballos listos comenzó la repartida a los jinetes. A mi me tocó “La Golon”, una yegua oscura muy avispada e inteligente, mansa y conocedora de la zona. Partimos a explorar la zona aledaña al Parque Nacional Los Cardones. Lo irónico es que en ésta hay muchísimos más cardones que los que hay realmente en el parque. Estos dan una fuerte sensación de ser personas, paradas por todo alrededor, altas y orgullosas de su porte y su tierra. Para los locales, los cardones son sagrados, no se talan. Dentro suyo guardan reservas de agua que sirve para saciar la sed de los animales en épocas de sequía.
Anduvimos a caballo por unas 3 horas; el paisaje es inexplicable, definitivamente no hay foto que le haga justicia. Al regreso, Rodrigo se ocupó de los caballos, desensillando y llevándolos a pastar. A nosotras nos dio la indicación de descansar y relajarnos.
Salta en Enero está un poco mal juzgada. Es verdad que hace calor en ciertas zonas, pero es un calor seco y, por otro lado, hay otras regiones donde el clima es más fresco. Por ejemplo, en este puesto donde nos encontrábamos nosotras y los caballos. A medida que fue bajando el sol nos fuimos poniendo los ponchos y Rodri nos prendió un fuego. Acompañadas de un buen vino, nos amontonamos alrededor, y mientras el asado se hacía, escuchamos entretenidas algunas historias de la zona.
Pasamos la noche sin sobresaltos y al amanecer nos esperó un desayuno muy saludable compuesto por frutas, té, mate, queso de cabra y pan. El segundo día cabalgamos recorriendo la cuenca del Río Salado, que al momento estaba seco. Los ríos se vuelven a llenar cuando llueve. El agua que cae baja por los cerros y los llena nuevamente.
Amblayo
Mientras desayunamos Rodri y su primo Javi, fueron a buscar nuestros montados y 3 caballos más que debían llevar al pueblo con nosotros. Al andar, el paisaje que predomina presenta una paleta de colores ocres, tierra, rojo carmín, amarillos y verdes. Son todos tonos desérticos. Almorzamos entre unas formaciones rocosas de color blanco, que según Rodri era como estar en Marte. Estas rocas con sus formas extrañas son testigos de la erosión del viento y el agua. En sus paredes se pueden encontrar incrustados pedazos viejos de vasijas, vestigios de civilizaciones antiguas.
Los caballos esperaron pacientemente, descansando, mientras almorzamos una deliciosa tarta de espinaca hecha por Javi. Al terminar, aprovechamos y dormimos una siesta. Recostadas en silencio, sólo se escuchaba el viento que parecía hablarnos y contarnos de sus tierras.
Entre dormidas, retomamos la Cabalgatas. En el horizonte, a lo lejos, podíamos ver un oasis verde. Hacia allí íbamos. Lo primero que divisamos al entrar en ellos fueron los rastrojos: potreros grandes delimitados por paredes de adobe. Es aquí donde los habitantes guardan sus animales. En la zona se crían chivos y vacas. Al entrar al pueblo nos sorprendió una manada de loros, que al parecer, son plaga.
En Amblayo nos esperaba Casilda, la mamá de Rodri, en su cálido y humilde hospedaje. Para nosotras era un lujo, aquí había agua caliente para darnos un buen baño y cómodas camas con sábanas limpias y con las típicas colchas norteñas tejidas a mano. Para la cena, nos hicieron un nutritivo y delicioso pollo al disco que acompañamos con vinos cafayateños. Con la panza llena y los cuerpos cansados, nos fuimos a dormir arropadas en las coloridas colchas salteñas.
Las Yungas
Parece imposible de creer pero detrás de esos enormes cerros que nos rodeaban se encuentra un bioma selvático llamado Las Yungas. En esa tercera mañana salimos al tranco, escuchando ese hermoso ruido que hacen los cascos de los caballos al andar por el camino. Nos dirigimos hacia los cerros, de a poquito fuimos dejando los cardones atrás y nos adentramos en la montaña. Amblayo fue quedando chiquito a nuestras espaldas. Antes de la gran subida frenamos y ajustamos cinchas. Subimos en fila, Rodri lideraba el grupo y Javi iba atrás, mirando y controlando que todas las cinchas estuvieran bien. Subimos y subimos en zig zag hasta que de pronto llegamos a un valle rodeado de montañas. Ya podíamos ver lo que se encontraba al otro lado: a lo lejos se veía el pueblo de la Viña y el famoso dique de Cabra Corral.
Era un momento magnífico: reinaba el silencio y los pastos de color dorado se movían al compas del viento. La montaña parecía darnos la bienvenida. En el cielo se podían ver los cóndores andinos sobrevolando sus tierras y observándonos sigilosamente. Entre cerro y cerro el color era de un celeste profundo, y se podían divisar algunos cardones solitarios en flor, parados como vigilantes de su tierra.
Continuamos al tranco, siempre en fila. Ya estábamos al otro lado del cerro y teníamos que comenzar a descender y adentrarnos poco a poco en la selva. El paisaje iba cambiando lentamente, era como que muy amablemente nos iba dando la bienvenida a la selva.
Yo iba detrás del Chapulín, el caballo de Rodri, y de Diamante, el montado de Cami. Ellos iban liderando el grupo y marcando la huella por donde teníamos que pasar. Al bajar, era importante tirar el cuerpo hacia atrás para ayudar al equilibrio de nuestros caballos y la pendiente de la montaña. Cada tanto hacíamos chistes que escondían el vértigo que estábamos sufriendo algunos. Javi parecía no tener miedo, él iba en su mundo, pero a la misma vez, atento a la cincha del Pampa, el montado de Machi, que iba anteúltimo.
El camino se iba cerrando por plantas selváticas. Era un paseo de perfumes donde predominaba el olor a cedrón; uno se iba perdiendo entre pensamientos y aromas. Cada tanto Rodri sacaba su faca y comenzaba a talar las ramas que impedían el paso. Era una verdadera aventura, aunque nos sentíamos seguras porque confiábamos en nuestro guía, hijo de estas tierras. Continuamos bajando, haciendo camino; ya se podía escuchar el río que corría por los cerros. Los caballos parecían saber donde iban, sabían que pronto tendrían agua fresca para beber.
Había que estar atentos a lo que nos indicaba nuestro líder. El terreno cambiaba rápidamente, y había partes que parecían firmes pero en realidad no lo eran. Por suerte estábamos con Rodri y sus caballos, que parecían conocer mejor que nadie la montaña. De hecho, Rodri nos remarcó que ellos andan siempre por la montaña, sin problema, y que el camino ya marcado por el que andábamos era para ellos como una “avenida”.
Frenamos para almorzar a la veda de un río, rodeados de selva. Increíblemente, nuestros guías llevaron en sus alforjas unas lechugas y tomates frescos listos para convertirse en ensalada. Además, Casilda nos había enviado unas bombas de papa rellenas con queso. Al verlas se sentía el amor con el que las había cocinado. Una hora más tarde, luego de deleitarnos, continuamos con nuestra aventura. Todo era verde, hacía calor, se sentía la humedad sobre nosotros y los caballos. Al mismo tiempo, caían sobre nuestros rostros unas gotas refrescantes.
Continuamos andando; cada tanto nos mirábamos de manera cómplice preguntándonos con los ojos dónde íbamos a pasar la noche. De repente, a lo lejos, en medio de toda la naturaleza, pudimos observar algo blanco: era el panel solar de nuestro puestito nocturno.
El Churqui
No hay como describir la experiencia en el Churqui. El cielo limpio nos regaló millones de estrellas que parecían estar más cerca que nunca. Rodri y Javi hicieron unas empanadas salteñas que cocinamos en la fogata mientras degustamos más vinos cafayateños. Compartimos nuevas historias; después de 3 días conviviendo juntos ya teníamos más confianza, hasta parecía que nos conocíamos desde hace tiempo. Nos reímos porque Javi se quedó dormido sentado en la silla. Pensamos en lo afortunado que era por no tener problemas para dormirse.
Dormimos juntas en una habitación hecha de adobe y piso de tierra. Estábamos tan cansadas que no tardamos ni 5 minutos en desmayarnos, todas excepto Cami que parecía estar desvelada escuchando el ganado que pasaba de visita a pastar por los alrededores del puesto. Yo también los escuché entre sueños, sonaban como un temblor. Era una sensación hermosa, se sentía la paz de estar en medio de la nada.
Luego de los mates matutinos, la partida se demoró un ratito por la Brisa (la yegua de Javi) que había perdido su herradura y tuvieron que herrarla de manera improvisada. No era posible recorrer esos caminos sin herrajes porque si hay algo que aprendimos de Salta es que su piso es muy rocoso. Aprovechamos ese tiempo para leer y estar en silencio, siempre apreciando el lugar donde estábamos.
Al cabo de unas dos horas estábamos listas para salir. Partimos de nuevo, en fila, por la jungla, abriéndonos camino entre las plantas. Estábamos ascendiendo nuevamente los cerros. Pensamos que estábamos en lo más alto, pero nuestros guías nos remarcaron que estábamos sólo a mitad camino, y que los cerros enormes que veíamos del lado de enfrente pronto iban a parecernos pequeños y que íbamos a estar muy por arriba de ellos. Efectivamente, estábamos a 2.800 metros de altura. La verdad no nos afectó físicamente, pero cuando de a ratos nos sentíamos raras no dudábamos en “mascar” la sagrada planta de coca. Las hojas de coca se compran en cualquier “drugstore” (extrañamente en Salta llama así a los kioscos), no hay que masticarlas sino simplemente ponerlas a un costado de la boca y tragar el jugo que segregan.
Nuestros guías improvisaron el almuerzo no sólo con el mejor menú (milanesas con ensalada) sino con la mejor vista del mundo. Estábamos por arriba de todos los cerros, no había nada más alto que nosotros; a lo lejos había quedado el verde de la selva, el cielo estaba celeste y las nubes parecían tocarnos. Era un momento de reflexión para todos; cada una se sentó al lado de su caballo para admirar el paisaje. Se escuchaba el viento, y el ruido de los caballos que estaban felices pastando. Era especial para meditar, y aunque uno quería pensar en otra cosa, el mismo paisaje te traía de un sopapo al presente. No nos queríamos ir de ahí.
Ahora bien, todo lo que sube baja y éramos conscientes que todo lo que habíamos trepado lo íbamos a tener que bajar. Eso nos puso un poco nerviosas pero confiamos en los chicos. A decir verdad, fue más la dificultad que imaginamos que la realidad, aunque tuvimos un momento de tensión en el filo de la montaña. Resulta ser que el Pampa decidió que prefería otro camino al elegido por el guía; Machi, su jineta no tan experimentada, tenía a su izquierda la montaña y a su derecha el vacío. Por suerte se mantuvo tranquila porque sabía que su caballo era un experto. Rápidamente, corrigió solo su rumbo y nos encontramos nuevamente en fila siguiendo los pasos de Javi y su yegua, Brisa.
Ya hacia el final, la otra Cami que montaba al Tordo iba primera casi tomando el lugar de nuestro guía. A lo lejos podíamos ver las vacas pastando en los valles, y aún más lejos se veían los álamos de Amblayo. El clima era cálido, íbamos bajando rodeadas de unas plantas con flores amarillas y violetas. En un momento la Golon se paró sorprendida y pude ver que venía cayendo una roca. De no haber sido porque ella se percató del ruido, la roca nos hubiese arrasado. Por suerte fue sólo un susto.
La última parte del camino se hizo larga, como dijo Machi literalmente llegábamos “con el caballo cansado”. Avanzamos en silencio, cada una en la suya, cada tanto compartiendo alguna charla. Hasta Javi y Rodri iban distraídos, ya todos habíamos soltado las riendas dejando que nuestros compañeros equinos nos llevaran solos a casa.
Al cabalgar por las callecitas de entrada al pueblo un burro y un potro se acercaron curiosos a darnos la bienvenida. De lejos podíamos escuchar al tobiano que habíamos traído de Yalasguala relinchando, llamando a sus compañeros. Estábamos felices de llegar nuevamente a casa de Casilda, era como llegar al hogar de una madre, sabiendo que ahí nos esperaba una rica comida, agua caliente y todas las comodidades.
Al hospedaje de Amblayo lo llamábamos el cyber porque era el único lugar donde teníamos internet; era la vuelta a la conexión con la civilización. Esa noche cenamos un guiso increíble y, una vez más, nos fuimos a dormir con la panza llena.
Cerro de la Cruz
El quinto día fue el último de la aventura con Rodri. Tuvimos sentimientos encontrados; por un lado, estábamos felices por todos los días pasados sin embargo no queríamos despedirnos de Amblayo, Rodri, Javi y los caballos. Supongo que ese era el precio de haber pasado unos días excelentes.
Los paisajes nunca nos dejaron de sorprender y el último día, aunque fue el más corto en cuanto a cabalgata, fue uno de los mejores. Fue el resumen perfecto de todos los lugares increíbles por donde habíamos andado. Por un lado, teníamos hacia la izquierda la vista de los cerros que habíamos subido hace dos días; también estaba el Cerro de la Cruz, una montaña baja, que parecía estar hecha a mano, con un cruz en la cima. Todo alrededor se podía apreciar los colores blancos, grises y rosáceos de las piedras erosionadas, como si fueran piedra pómez. Hacia la derecha, de fondo, estaban los coloridos cerros, esos que excepto por la noche en las Yungas, siempre habíamos apreciado al atardecer, sentadas en la puerta del comedor de Casilda.
De a poquito, después de 3 horas, nos íbamos acercando de nuevo al pueblo y a lo de Casilda. Ahora sí, era momento de despedirnos de los caballos y preparar los bolsos. De despedida Casilda nos cocinó una carne con arroz y ensalada, todo delicioso como siempre. Yo no pude resistirme y acompañé el plato con una copa de vino ¿Cuánto tiempo pasaría hasta estar de vuelta en Amblayo tomando una rica copa?