A Nuestro Lugar Más Querido, Calafate en Santa Cruz
by Cami
Si había cosas que quería volver a hacer en esta vida era volver a Calafate, Santa Cruz, con mi socia, Majo. Ahí fue donde nos conocimos, muchos años atrás, cuando gracias a ella conseguí el trabajo de cabalgatera en un lugar que ni conocía. ¿Dónde queda Calafate?, pensé. Tuve que agarrar un mapa y ponerme en tema. Cuando llegué, pocos días después y sin conocer absolutamente a nadie, me enamoré del lugar.
Después de esa primera vez nunca habíamos tenido la posibilidad de volver juntas. Yo fui varias veces por mi parte y ella había vuelto el año pasado. Tenemos que ir, le decía yo y ella a mi. Las cabalgatas que habíamos hecho eran algo increíble, en un lugar mágico. Si no estás en un caballo, el lugar es divino; pero si estás en un caballo es otra cosa: todos los colores, las plantas, los animales, el cielo! El día es eterno y te da la posibilidad de salir a investigar todo lo que quieras. ¡Es algo inolvidable!
Por suerte, este año tuvimos esa opción. Era enero y reservamos para ir diez días al tan querido campo en Calafate. Viajamos de noche, a las 5 am, y llegamos a las 8 am. No dormimos nada, solo en el vuelo, y cuando llegué salí a fumar un pucho mientras Majo se iba a comprar un café y ahí nomás apareció Marcos, el dueño del campo, que me asustó y me saludó. ¡Lo saludé con una gran sonrisa! Que felicidad estar en ese paisaje, con Marcos y Majo, para disfrutar una vez más de ese campo que tanto queríamos.
Marcos nos llevó en su camioneta hasta el campo. Atravesamos todo el pueblo de Calafate, admirando cómo había crecido. Algunos de los lugares que estaban ya los conocíamos y muchos otros eran nuevos. Fuimos hablando muchísimo de todos los cuentos que teníamos, poniéndonos al día. Después de veinte minutos llegamos al campo. ¡Qué lindo que estaba! Habían algunos cambios, para mejor: el techo ya no era colorado gastado, sino negro; habían pisos nuevos por afuera que llevaban del hotel al lugar de desayuno y comidas; el corral de los caballos estaba todo nuevo y arreglado. ¡Estaba mejor que nunca! Saludamos a los que trabajaban ahí esa temporada y nos presentamos.
Después nos llevó para su casa a ver a su perro, Eiko. Cuando lo conocí por primera vez era un ovejero alemán peludo y cachorrón. Ahora estaba viejo y más peludo que nunca. Lo saludamos mucho y nos quedamos ahí en el jardín un rato siguiendo con los chismes. Cuando nuestro mate se acabó lo dejamos a Marcos descansar y fuimos a nuestro cuarto (uno de los de hotelería, muy bonito) a prepararnos para nuestra primera vuelta. ¡La emoción que corría por nuestro cuerpo era gigantesca!
Cuando llegamos al corral estaba vacío. Marcos nos había contado que habían caballos nuevos que queríamos probar si o si. Agarramos un bozal del viejo monturero y fuimos caminando al lote de abajo donde muchas veces dejaban a un par que se iban a usar. Cuando llegamos, miramos a la izquierda y se veían las cabezas de los caballos que ahí estaban. Se escondían un poco entre los desniveles de la tierra. Entre ellos estaba Paturuzú, ¡mi preferido! Estaba acostado, totalmente relajado. Me acerqué para saludarlo y ni siquiera se paró. ¡Qué amoroso! Después de tocarlo y darle mi amor lo hice parar, había que llevar a los otros al corral. Le puse el bozal y Majo se subió a pelo para arrear a los demás. Entre ellos estaba Princesa, una alazana mezcla de peruano; y Doradillo, uno muy lindo que era de Marcos y que ya estaba más grande.
Cabalgata al Río Centinela
Ya en el corral Majo estaba agarrando a Doradillo para usarlo. Yo iba a usar a Patu, que ya lo tenía embozalado. ¡Qué grandes que estaban! Me impresionaba. Me había olvidado el tamaño que adaptan los animales acá. Mientras los ensillábamos llegó una camioneta. ¡Era el viejo Abelito! Un gran amigo del pueblo que tenía dos caballos ahí, Siroco y Pehuén. Los iba a visitar siempre, todos los días. En los años anteriores yo salía a dar vueltas con él. Me contaba cosas del lugar mientras comíamos calafates de las plantas. Era un amor, pero ya tenía sus cuantos años. Charlamos bastante y cuando estuvimos ensilladas nos despedimos. Era hora de arrancar.
Esa mañana hicimos la vuelta al Río Centinela. Era el recorrido más hecho en el campo y aun así había que tener cuidado. El camino no estaba marcado, lo podías hacer por mil diferentes lugares. Con Majo fuimos a investigar. ¡Estuvo genial! La salida del campo ya era divina, por los médanos de arena llenos de cosas viejas enterradas. Después de eso bajábamos por la pradera que se transformaba en un matorral de matas negras. Ahí si había que ser muy meticuloso por dónde meterse. Parecían inofensivas hasta que te metías y te envolvían. Por suerte llegamos al río y buscamos un lugar por donde cruzarlo. Todo estaba medio seco, así que el río estaba bastante bajo. Después de ahí seguimos encarando a unos álamos que se veían a la distancia.
En el camino vimos todas las tipicas cosas a las que yo habia estado acostumbrada: los cauquen (los patos grises y el blanco, con sus hijos); los cisnes de cuello negro; las ovejas con el perro blanco. ¡Mi amor! Este era un nuevo recurso, se camuflaba con las ovejas y las cuidaba de los demás perros y amenazas que podrían aparecer. También nos cruzamos con el resto de los caballos que estaban sueltos para que coman. Los tratamos de arrear un poco pero después decidimos dejarlos porque yo quería seguir viendo más cosas. También vimos un zorro, de lo más tranquilo, caminando por un arenal y metiéndose entre las plantas, pero sin miedo. El lugar estaba impecable, increíble. De las matas pasabas de repente a un cañadón de pasto, sin agua, por el que podías galopar. Después aparecía el río, mil veces, por todo el camino. A su borde había un pasto verde, con flores blancas, relucientes. Era tan lindo todo que me llenaba el alma.
Más al final llegamos al Lago Argentino. Estaba muy lindo y tranquilo porque no había nada de viento. El día estaba bueno: no había sol, había nubes, ¡pero no hacía frío! Estaba espectacular. Caminamos un poco por el borde y después le pedí a Majo de meternos para adentro de nuevo. El lago me encantaba pero también me gustaban mucho los médanos y planos que había para galopar por dentro. ¡Qué sensación tan plena, tan linda, tan especial! Con Majo ya estábamos felices de estar dando nuestra primera vuelta y ya planeando la de la tarde. Uno se siente tan bien cuando está en un lugar tan querido. Y pareció un chiste, pero apenas nos bajamos de los caballos en el corral se puso a llover. ¡Increíble!
Cabalgata al Puesto
Por la tarde fuimos al viejo puesto. Este quedaba a la izquierda si mirabas el campo desde la ruta. Había que caminar todo por la costa del Lago Argentino hasta llegar a un puesto, que en ese momento estaba siendo usado por los dueños del campo. El camino era largo y finito, pero era tan, tan lindo que me encantaba siempre. Ibas relativamente cerca de la ruta que va al glaciar, por lo que pasan autos cada dos por tres. Uno los puede ver, es más, hay una frenada con un mirador que da todo sobre el camino que estábamos usando.
Lo más gracioso fue que apenas decidimos salir se largó a llover. Marcos nos llamó para decir que habíamos traído la bendita lluvia. Era verdad, llovía, pero iba a frenar en cualquier momento y nosotras íbamos a salir igual. Mientras caían las gotas nos fumamos un pucho abajo del techo del monturero, esperando y admirando. El cielo estaba muy loco, ¡como siempre! Había pedazos azules y pedazos con nubes, pero caía bastante agua de todas maneras. Había sol pero llovía. Así duró lo que nos duró el pucho y empezamos a ensillar.
Ahora, ¡los caballos! Estos dos que agarramos eran nuevos, no los conocíamos. El de Majo era bastante lindo. Era como un overo/tobiano tordillo, muy copado, que se llamaba Cuatrero. Era muy gracioso su ser, era llamativo. La mía era un toque más petisa, overa zaina con una mancha en la cara, que se llamaba Sofía (como mi hermana). Parecía más tranquila. Eran ambos amigos y nunca jamás habían ido para el lado del puesto. Era una nueva aventura para ellos. Apenas tuvimos un lindo pastizal galopamos un poco para probar sus personalidades. Se hicieron un poco los capos, como quejándose o festejando de poder salir por este nuevo lugar, era gracioso. Sofía se me hacía la malcriada, quería ir para la derecha, me movía la cabeza, de repente no quería avanzar. Cuando vió que manejaba yo, super atenta a sus cuestiones, se portó mejor.
Al haber bajado a las praderas bordeando el lago, antes de que se vuelvan rocosas y con caminitos, se largó a llover. ¡Pero a llover cada vez más! Maldición. Nunca, hace tres meses, que no llovía en el campo. Justo hoy que llegábamos nosotras había llovido, una vez cuando terminamos la vuelta a la mañana, y ahora en ese momento. Yo no tenía campera de cuero, y Majo tenía solo una campera Uniqlo. ¡Nos mojamos enteras! Y los caballos iban quejándose más. Llegó un momento que tuvimos que frenar en un arbusto y bancar a que pase un rato. No teníamos ganas de volver pero ambas pensábamos que si seguía íbamos a tener que hacerlo. Pasaron varios minutos, y de repente ¡dejó de llover! Era un día divino, con el sol brillando a pleno. Las nubes con la lluvia se alejaban para el campo y adelante nos quedaba un día increíble. El mojado de nuestros seres en pocos minutos se secó entero. Fue una buena lluvia que casi nos hace abandonar. Por suerte seguimos, porque el resto fue estupendo.
Después de casi dos horas llegamos al puesto, donde vimos que había un auto y gente y perros que no paraban de ladrar. Dimos la vuelta y nos tiramos a descansar por ahí nomás unos minutos. Un pucho observador, como me gusta decirlo. El lago inmenso justo en frente nuestro; la parte de montaña está mucho más cerca y se ve más. Es increíble. El campito se ve a lo lejos, con ese fondo de sierras y más lago que sigue hasta Calafate el pueblo. El día estaba divino.
Luego del descanso, nos subimos de nuevo a los corceles y empezamos el regreso. Como el camino es finito no hay mucha opción de distinta ida y vuelta, pero igualmente lo conseguimos. Vas un poquito más a la derecha (vayas o vengas) y ya cambia bastante. Cuatrero y Sofía iban cansados pero con ganas de volver. Eran super mansos, muy bonitos. Hicieron el retorno muy tranquilo, acompañando el paisaje y nuestros pensamientos. Fue una muy linda vuelta, muy diferente a las demás.
Cabalgata a Eolo
Otro día, por la tarde, tuvimos la increíble oportunidad de ir con Marcos a Eolo. Este es un hotel de cinco estrellas que se ve desde el campito. Está arriba del cerro Frías, apenas un poco, y parece lejos pero no lo es tanto. Yo nunca había ido y esta vez Marcos se copó en ir. Fuimos también con Jacinta, una de las jóvenes cabalgateras que había en el campo. Los caballos que agarramos: Marcos al 08, uno de los más rápidos y cómodos caballos del lugar; Jacinta al tobiano tordillo que Majo había usado para ir al puesto (me gustó más aún de lo que pensaba); Majo a la Princesa, con su ritmo más tranquilo de todos; y yo, a Patu, de nuevo, que una vez que vió que venía Marcos se puso en marcha (ya sabía que Marcos le gusta ir rápido).
Salimos del campo por donde se entra con los autos. Íbamos bastante rápido, al trote y galope, yendo para la derecha por la cuneta de la ruta como para ir al glaciar. Hicimos un tramo que se cruzaba con la tranquera de Eolo, que parecía largo pero si ibas medio veloz era bastante corto. Ahí pasamos por un guardaganado, que estaba como lleno de tierra por el medio. A los caballos les olía raro, así que pase yo y los demás atrás mío. ¡Al 08 le daba miedo! Una vez ahí adentro fuimos por el costado del camino, un lote de campo sin nada sembrado, al trote nomás como yendo para Eolo. Era una leve subida, no la notabas tanto. Marcos, que es lo más puntual del mundo, se tuvo que contener de hacer una picada porque sino íbamos a llegar demasiado temprano.
Llegamos a las 4.00 hs, era el horario que habíamos pactado. La vista de Eolo era diferente a la del campo (a mi me gustaba mas la nuestra). Se veía Estancia Anita y Estancia Alta Vista, y una tercera que no recuerdo el nombre. Después se veía el Lago Argentino pero apenas, y el Brazo Chico del lado del glaciar. Era muy lindo, pero mi corazón tenía otro dueño. Apenas entramos empezó a llover un poco. Nos recibió Valentin, un chico canoso que solía trabajar con Majo cuando ella “trabajó” ahí. Lo pongo en comillas porque fue un mes y medio con todas las fuerzas (este es otro cuento).
Valen nos mostró el hotel. Era divino. Ya entrabas y había un mini local de ponchos y cosas muy paquetas. Eolo era de otra clase, muy portentoso y como para gente que gasta más plata. Nos mostró un cuarto y era alucinante: una doble cama imponente, unos cuadros de foto que había en todo el hotel de pumas, paisanos con sus ovejas, etc. Tenía unas cosas para decorar que eran divinas, y muchos ajedreces de distintas formas (nada de plástico, por supuesto) por todas partes. Nos mostró el lugar para hacer yoga, un salón como de spa, donde te hacían masajes (casi que me tiro en una de las camas y que me ataquen los masajeadores). Era todo muy deslumbrante.
Al finalizar la vuelta a todo lo que nos podía mostrar, fuimos afuera a fumar un pucho. Marcos pidió un café y nosotras un mate, por supuesto. Ahí charlamos y fumamos, con un poco de lluvia mientras tanto. Cuando el té estaba listo, fuimos adentro, a la parte del bar. ¡Que delicioso que estaba todo! Habían chipas, pancitos de queso, sandwichitos de salmón y otros de queso y albahaca y tomate. Después un sartén de cosas dulces, las cuales no llegué a probar. Deglutimos como que no habíamos comido en mucho tiempo. Andar a caballo te saca un hambre que no se explica.
Cuando terminamos de comer decidimos arrancar. Ya estaba todo hecho, faltaba la vuelta. Esperamos a que Valentin termine con un grupo que acababa de llegar para saludarlo y partir. Fuimos afuera y justo había parado de llover. Agarramos los caballos, re ensillamos, pusimos los frenos y arrancamos. La vuelta fue mucho más corta que la ida, sobre todo porque Marcos dirigió dos disparadas locas como a él le gustan. Cuatrero, el de Jacinta, se la bancaba perfecto, al lado de Marcos iba. Patu, pobre, iba relinchando un poco más atrás, con su galope todo torcido y su vagancia que tenía en el cuerpo. Última venía Majo, al paso de Princesa. Hicimos el camino en dos minutos, eso parecía. Llegamos a la tranquera del Eolo en tan solo unos minutos.
La última parte, bordeando la ruta, fuimos al trote. Llegamos al campito y todo estaba perfecto. La vuelta con Patu estuvo muy buena. Los soltamos, no sin antes pasarles un cepillo, y ahí nomás nos fuimos cada uno a su parte a alistarse y descansar para después comer.
Cabalgata al Oasis de Arena
Otro día más habíamos reservado para ir al gran Oasis de Arena. Esta era una larga cabalgata que te llevaba a un cerro, y luego bajabas a un gran arenal al lado del río. La tarde estaba elegida por mi y mi pronóstico del tiempo. El día estaba nublado pero el viento era casi perfecto. La habíamos invitado a Jacinta que no había ido nunca y ella se prendió como garrapata al pobre perro. La idea era ir con alforjas que llevarían un vino y algo para picar cuando hayamos hecho el arenal. Majo estaba con humor de perros, pero para mi sorpresa fue a buscar las alforjas a lo de Marcos. Eso fue lo mejor, a mi me daba vergüenza entrar a su casa y agarrarlas. A ella no.
En la cocina estaba Agus que nos preparó dos quesos, una bondiola, panecillos y hasta una bolsita de nueces secas. Pusimos una botella de vino en una botella de plástico (fue genial esta parte) y así nomás fue todo a la alforja que yo misma pensaba llevar. Yo iba a ir en el Cuatrero, el que Majo había usado para el Puesto y no le había gustado mucho, pero Jacinta lo usó para Eolo por primera vez, y me dijo que le encantó. Yo no sabía si Cuatrero llevaba alforjas bien pero antes de molestar a Majo (que en un momento tiró que ella no estaba bien, que vayamos nosotras) se las puse y confié en que iba a estar todo perfecto. ¡Y así fue! Me encantó. Majo fue en el 08, por supuesto, y Jacinta en uno nuevo que se llamaba Frontera.
Empezamos yendo por donde siempre hacemos el cruce del Centinela, por la derecha, subiendo el médano y bajando, galopando por la pradera que te lleva al cañadón. Galopamos por éste y ahí Majo decidió ir por el cruce de atrás, donde supuestamente no podemos cruzar el río por un tema con el vecino. Era un buen cruce, estaba medio lleno, te emocionaba un poco. Apenas pasamos el río abrimos una tranquera de alambre que había y seguimos por las praderas super lindas que hay en esa zona. Se puede galopar y galopar por bastante tiempo, disfrutando y sonriendo. Cuatrero era un capo, ya sabía yo que era mi nuevo preferido.
Una vez que pasabas todas las praderas llegabas al lugar que se volvía como un serrucho, subía y bajaba sin parar. Majo estaba con un mejor ánimo, y todo se iba alivianando. Ella me decía que tengamos cuidado, que iba a haber un alambre con una tranquera. Lo terminamos viendo y la tranquera de alambre por suerte estaba abierta. Esto quedaba muy cerca al río, por lo que nunca nos íbamos a olvidar. Después seguimos más por la derecha. Nos cruzamos con otro alambre, que estaba tirado, y lo pasamos por arriba. Nada nos frenaba. Estábamos en la previa a la gran subida.
Acá había una manada de caballos sueltos, no del campo, con una madrina baya con la campana en su cuello. Nos miraron, todos asustados, y se acercaban y se alejaban como con miedo y curiosidad. ¡Eran divinos! Nos sacamos unas fotos con ellos y seguimos con la subida. Era medianamente corta, pero algo empinada. Majo dirigía, yendo en diagonales, evitando que los caballos se cansen de una. Así avanzamos hasta que finalmente llegamos. Lo lindo que es la vista desde arriba no tiene nombre. Por un lado todo el Lago Argentino y las montañas; y por el otro, el lago y el pueblo bien a lo lejos.
Sacamos varias fotos y después buscamos el “chenque”, que supuestamente está ahí hace bastante, y no sabemos muy bien lo que es. Son unas piedras en la tierra puestas en círculos y en el medio un montoncito de piedras más. Algunos del campo nos dicen que es algo muy antiguo, y que no hay que tocarlo y meterse, solo verlo de afuera. Según internet es “un tipo de tumba indígena y un término de la lengua tehuelche”. Obvio que en el momento no lo pensamos bien, y Majo se metió por todas partes. ¡Ay, Diosito que miedo!
Luego seguimos caminando más y más, mucho más de lo que yo recordaba. Acá es donde me di cuenta que años atrás, cuando me tocó llevar una madre e hija francesas, había bajado por un lado que no era recomendable. Era bastante empinado y largo. La segunda vez que fui sola, también lo hice. Ahora con Majo, quien tiene vértigo, fuimos por un lado que quedaba un poco más allá pero no te daba nada y llegamos al mismo lugar: el arenal. ¡Haber sabido! ¡Qué locura es ese lugar! Cuando te ibas acercando no parecía ni loca que iba a haber un gramo de arena. Cuando pasabas la última montañita, chiquita, había un arenal pero que era gigante. ¡Era impresionante!
Por supuesto que ahí nos sacamos mil fotos y videos, y galopamos por el arenal que es enorme. Tan grande que jamás pensas que vas a tener ese paraíso para galopar. Los caballos estaban todos perfectos. ¡El Cuatrero era lo más! Nunca se quejó de las alforjas y le gustaba ir primero a toda costa pero sin hacerte trabajar de más. Frontera, el de Jacinta, estaba bien pero ella me dijo que el galope era medio raro. 08 ya sabemos, estaba impecable como siempre. Después de galopar y hacer de todo, salimos al lago que estaba ahí al lado como esperándonos. De casualidad, o porque está siempre en el mejor lugar, había una piedra que recordaba haber usado para el mismo propósito: la base para picar. El lugar estaba medio a la vuelta del lago, osea que el viento no llegaba directo, estaba más calmo. Habían unos cafayates ahí cerquita donde atamos los caballos, y nos sentamos muy tranquilas a relajarnos.
Saqué las cosas de las alforjas y con Majo preparamos tres sandwichitos de bondiola y queso. En la botella de Schweppes estaba el Malbec que lo atacamos como si fuera una botella de agua. Nos quedamos sentadas, comiendo y hablando, hasta que ya no quedaba más vino en la botella. Con la alegría que nos dejaba ese tintillo, un buen rato después, agarramos todo y volvimos a ensillar los caballos. Ahora, una crítica para Cuatrero: es muy manso y todo, ¡pero cuando le queres poner las riendas es un maldito! Me pelea y me pelea hasta que finalmente puedo ganarle y meterle las riendas, pero es un tema a tratar.
Volvimos sobre el lago, todo el camino que tiene montañita al costado. Les dimos agua a los caballos, cosa que nos provocó mucha sed a nosotras. Iban con buen ritmo, como queriendo disparar hasta llegar al campo. Los frenamos, había piedras y era el principio, tenían que regular un poco para llegar a casa. ¡Yo estaba feliz! Majo iba primera, guiando. Cada tanto se hacía una galopeada que el Cuatrero la seguía como una sombra. Fue muy divertido.
Cruzamos la tranquera alambrada que estaba cerca del río, y ahí Majo se hizo una buenísima galopeada en diagonal que iba hasta la tranquera blanca. Término en picada obviamente, ella y yo a la cabecera. La felicidad que emanaba mi cuerpo no tenía límites. ¡Estaba chocha! Frenamos de una en la tranquera blanca y ahí la abrió Majo, cruzamos y nos metimos en las matas negras. Yo seguía a Majo, que iba callada adelante, charlando con Jacinta sin parar. Ni pensaba en el camino, solo seguía. Para mi ya estábamos por llegar en cualquier momento.
Fueron 5 horas, con la picada en el medio. Logramos hacerla relativamente rápido, pero éramos tres buenas cabalgantes. Fue una muy linda salida, con muy buenos caballos. A partir de ese momento ya había decidido mi nuevo preferido, el Cuatrero. Era demasiado bueno, me hacía reir, sobre todo cuando iba galopando, a la velocidad que vos quieras, y saltaba las matas negras que se le ponían en el camino. Era amoroso. En fin, así llegamos felices al campo y nos fuimos a preparar para la noche. Había sido un gran, gran día.












